La pandemia coloca a la educación en general en una situación dramática. Con aulas cerradas y con una fecha de reapertura incierta, cuya hora y día nadie se anima a vaticinar, miles y miles de estudiantes han sido arrancados de cuajo de su diaria rutina de acudir al intercambio social y de adquirir conocimiento en sus aulas. La educación superior no es la excepción, aunque ella estaba mejor preparada que las escuelas de todo tipo y nivel. Por los menos desde hace una década y media muchas universidades establecieron mecanismos y plataformas para armar un proceso de enseñanza virtual, e incluso algunas se han especializado en este tipo de educación no presencial, que rompe con la tradición, pues establece un corte en tiempo y espacio entre el docente y el discente.
Desde sus orígenes, el campus universitario ha sido un espacio de interacción que permitía el encuentro y el debate cara a cara, donde el gesto y la palabra, su quiebre y su voz, actuaban como atractivo y barniz para la evaluación en la meritocracia docente. Un buen orador (u oradora) convencía en el aula o en la asamblea. Importaba tanto, o quizá menos, la calidad del argumento como el tono y el gesto.
Cuando la educación virtual comenzó a expandirse, quedó claro que una comunidad universitaria físicamente deliberante estaba amenazada, o al menos habría de dar vida a otro tipo de interacción donde un estudiante podía estar en Quillacollo, su compañera de curso en Tasmania, y su docente en Guadalajara. En otros términos, la educación virtual vino con la internacionalización de las universidades y creó nuevos desafíos como la naturaleza de las cargas horarias o el reconocimiento de títulos.
Quienes reflexionaban sobre el nacimiento del internet y la computadora como reemplazo de la tiza y la almohadilla vaticinaban, sin embargo, que la educación presencial —más costosa— persistiría y adquiriría un carácter elitista. Que los y las adineradas seguirán acudiendo a las aulas y los pasillos a codearse con sus pares y a oír in situ a las eminencias que ofician como profesoras y profesores. Los más pobres, en cambio, no pudiendo enfrentar los costos de trasladarse desde sus hogares para vivir en la zonas universitarias o de trabajar y estudiar a la vez, se acogerían a la realidad virtual; sin duda más barata, cercana y, con el tiempo, manejable desde la disponibilidad de cada estudiante.
Pareciera que la pandemia suprimió estas diferencias y llevó a todos detrás de la pantalla. Pero no necesariamente es así. Las desigualdades sociales se han profundizado, el equipamiento y la conectividad no son homogéneos, como tampoco la preparación docente para desempeñarse y preparar clases para hablar frente a una cámara (que no es tan fácil como pareciera). Los estudiantes de universidades privadas o públicas de élite cuentan con mejor acceso a internet, y disponen de mayor número de ordenadores y tabletas que quienes están matriculados en las públicas. Ellas, finalmente, son masivas y refugio de hijos e hijas del mundo del trabajo o de desempleados de ambos sexos. Como señala un reciente informe del Instituto de Educación Superior para América Latina y el Caribe (Iesalc-Unesco), un 25% del segmento estudiantil podría quedar fuera del sistema, aumentando además la deserción estudiantil. En algunos casos, como Perú, los gobiernos han instruido a las universidades que usen sus recursos para dotar a sus estudiantes de bajos recursos acceso a internet y/o computadoras, a fin de eliminar la desventaja digital. Aún es temprano para saber si la educación a distancia vino para quedarse y expandirse, pero mientras un virus amenace detrás de la puerta, así nomás será.
No hay comentarios:
Publicar un comentario